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viernes, 7 de enero de 2011

Desacompasados

Oriental Pages, Page 24 by malikanas

—Ti-ti-ti-tic taac —se escuchó, en el silencio de la noche, en la relojería del señor Matías Uhrmacher.
—¡Retrasado! —gritó, entre enormes carcajadas, el viejo carrillón inglés del siglo XIX, que tenía fama de no haber variado un solo segundo desde el día de su fabricación.
—¡Leeeento! —exclamó, también entre risas, el reloj de pared que había cerca de la entrada de la relojería, y que el señor Uhrmacher guardaba como una de las joyas de su colección privada. Por él había recibido muchas ofertas de otros coleccionistas, pero ahí seguía, en el mismo lugar, desde que el bisabuelo de Matías fundara el negocio familiar.
Y es que Horace Rolex era la oveja negra de la familia. De hecho, sus padres no habían querido saber nada de él desde que salió de la fábrica de Ginebra dos años antes. Horace, más que dar la hora, sólo daba problemas. Siendo una pieza valiosa, por su afamada marca y su chapado en oro de 18 kilates, había tenido varios compradores, que invariablemente lo devolvían a la tienda del señor Uhrmacher en cuanto observaban que, tras dos o tres días de funcionamiento, su retraso horario era más que considerable.
La relojería acababa de cerrar, y Horace pasaba su primera noche en el cajón de los relojes averiados. Le molestaba estar en aquel lugar oscuro y apartado de los demás. Pero, cuando su vista se hubo acostumbrado a la oscuridad, se dio cuenta de que algo iluminaba el cajón. La esfera fosforescente de Eva Longines proporcionaba la suficiente luz como para que Horace pudiera contemplar las curvas del hermoso reloj de pulsera femenino.
—Ti-ti-ti-ti-ti-tic taaa...tac —saludó Horace, algo más nervioso de lo habitual.
—Tic tacatacatac —respondió Eva, en un tono amable que enseguida conquistó el corazón de Horace, que supo ver inmediatamente que ella también era diferente.
Esa noche apenas durmieron. Conversaron en voz baja, para evitar la mofa de aquellos grandes relojes engreídos en su perfección.
Apenas se habían dormido cuando escucharon llegar al señor Uhrmacher, que levantaba la persiana metálica del negocio con gran estruendo. Poco después de haber entrado en la tienda, y tras colocar en sus estanterías algunos relojes que había recibido a última hora de la tarde anterior, ambos sintieron que el relojero abría el cajón y los tomaba entre sus manos. Lo que iba a pasar después fue algo que Horace no iba a olvidar en el resto de su vida. El relojero fue desnudando a Eva, dejando la tapa de su caja de acero por un lado y el resto de su maquinaria por otro. Horace pudo contemplar a su compañera hermosa, con sus bellos engranajes mostrándose en todo su esplendor, el suave brillo de su cristal perfectamente pulido, y las saetas esbeltas y gráciles marcando las dos menos diez, que a él se le antojaron como una sonrisa.
Pero pronto le iba a tocar el turno a Horace, y entonces sintió pudor ante su compañera. Ella volvió a mostrar su mejor cara, con una sonrisa burlona de tres menos cuarto. Pero él, tímido y lleno de vergüenza, solo pudo poner cara de cinco menos veinte.
El relojero, tras comprobar minuciosamente el mecanismo de ambos, pensó en voz alta:
—Chicos, lo que os ocurre no es mecánico. Es psicológico. Creo que esto es trabajo de terapia. Habrá que probar con El Metrónomo.
Y así fue. El señor Uhrmacher desapareció en la trastienda, y al poco rato regresó con un metrónomo que había pertenecido a Johann Strauss, y con el que había medido el compás de alguno de sus valses más reconocidos. Lo programó a sesenta golpes por minuto y lo dejó a solas con Horace y Eva.
—Clap-clap-clap-clap... —insistía marcadamente El Metrónomo, como un profesional que sabe hacer bien su trabajo.
—Ti-ti-ti-tic taa-aac —trató de imitar Horace, sin conseguirlo.
—Tic ta...ta...taaaac —terció Eva, sin lograr llevar el ritmo.
—¡No, chicos! —dijo El Metrónomo, en un tono que pareció malhumorado—. Tenéis que olvidar todo lo que habéis aprendido hasta ahora y concentraros. Clap-clap-clap —repitió machaconamente.
—Tiiic-tac —repitió Horace.
—Tic-tac, tic-tac —pronunció esta vez Eva, arrancando la aprobación de El Metrónomo y la admiración de Horace.
Pasaron varias sesiones hasta que ambos corrigieron su marcada tartamudez. Pero, desde entonces, se ganaron el respeto de los demás relojes de la tienda del señor Uhrmacher.
Tres meses después, un rico banquero ginebrino acudió a la relojería para hacer un regalo de bodas a sus mejores amigos. Desde entonces, Horace Rolex y Eva Longines lucen en las muñecas de una joven pareja de enamorados de Berna. Y, según he podido escuchar, ellos también lo están.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Reciprocidad



Ayer se marchó. Me dejó de la noche a la mañana, sin darme ninguna explicación. Porque así es ella.
Imagino que debió levantarse muy temprano. No noté su ausencia hasta que extendí mi brazo izquierdo para rodearla, como he hecho cada día que hemos despertado juntos.
No fue muy explícita en su despedida. Tan sólo me dejó una corbata que había comprado para mi próximo cumpleaños, y una nota: "No olvides el mío".
Faltan también pocos días, y ella sabe que mis regalos siempre han estado a la altura de sus caros caprichos.

jueves, 27 de agosto de 2009

Sufijos discrepantes



Quise escribir la historia de un tipejo delgaducho que vivía en un pueblecito. Cada día iba a su trabajo montado en un borriquillo. Su empleo consistía en manejar una prensa de aceituna. A veces llevaba de vuelta a casa unas garrafitas de aceite en los capazos de su borriquito. Con el aceite y una hogaza de pan alimentaba a sus chicuelos.
La historia prometía, pues tenía pensadas muchas anécdotas para ese señor.
Sin embargo, a él no le gustó el principio de mi relato. No se sentía bien como tipejo delgaducho, y pretendía ser un tipo delgadito. Entonces ya me obligaba a hacerlo vivir en un pueblucho e ir a su trabajo montado en un borricuelo para alimentar a sus chiquitos. Hasta ahí no existía mayor problema, pero no hubo manera de que llevara el aceite en unas garrafejas, porque el cuento quedaba muy feo y se estropeaba.
Así pues, dejé de escribirlo.

jueves, 20 de agosto de 2009

La carretera



Los hombres estaban pintando las líneas. "Será el último día después de ocho meses", pensé ayer en el momento que vi las marcas blancas más o menos rectas sobre el asfalto negro de la carretera.
He seguido su evolución, día a día, desde que empezaron picando y cavando sobre el suelo árido de aquella especie de páramo que veo correr paralelo a la ventana de mi tren matutino.
Durante estos casi ocho meses los he visto llegar a las 7:32 de la mañana, en la oscuridad o con las primeras luces hace unos meses y ahora ya con el día claro. Bajaban del furgón del presidio y comenzaban la tarea. Cuando regresaba de mi trabajo, allí seguían. En invierno con el frío de la tarde, y en esta época del año bajo un sol voraz. Siempre he pensado que la carretera era una mezcla de betún, piedra desmenuzada y fluidos humanos.
Hoy, cuando como cada mañana he subido al tren y me he puesto en la ventanilla que da al otro lado de la estación, los hombres ya no estaban allí. La carretera tampoco.
Antes de que el tren se haya puesto en marcha, he visto venir el furgón del presidio a lo lejos. Otros presos se han bajado. Han comenzado a picar y cavar sobre el suelo árido de aquella especie de páramo.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Personajes extraviados



Hace unos días los amigos de lo ajeno entraron en casa.
Seguro que cuando vieron la biblioteca, pensaron que entre los libros se escondería algún tesoro, en forma de billetes de banco. No sabían que el único tesoro eran las historias que cada uno de ellos narraba.
Cuando entré en casa vi, con desagradable sorpresa, todas las estanterías vacías y los libros sobre el suelo, algunos abiertos, otros con las encuadernaciones rotas. Con toda la delicadeza que pude les pasé el plumero, los acaricié con un trapo suave de gamuza y los volví a colocar en sus estanterías. Creo recordar que casi en el mismo orden que estaban antes del percance, porque tengo en la mente la disposición de la biblioteca. Aunque crece con frecuencia, el grueso de los libros lleva estando en su lugar desde hace años.
El problema es que tanto movimiento no ha debido sentar muy bien a los personajes: cada vez que abro un libro encuentro una nueva sorpresa.
En estos días, ya he tenido que rescatar a Don Quijote de la Odisea para devolverlo a La Mancha, de donde nunca debió salir. A Ulises tampoco se le dio bien la lucha contra molinos de viento... Y a un Aureliano Buendía totalmente desconcertado con su nueva trama, pues había recalado en el Café Triste de McCullers, tuve que indicarle el camino hacia Macondo, donde seguir con su centenaria soledad.
Algunos casos han sido más difíciles, los distintos personajes y tramas de Italo Calvino en "Si una noche de invierno un viajero...", se han entremezclado de tal manera en otras obras, que el puzzle resulta casi imposible de resolver.
Cuando he preguntado a algunos personajes por lo sucedido, me han dicho que como experiencia resultó interesante, pero que no soportaban por más tiempo estar fuera de contexto.

Fotografía de camaraviajera, vía Flickr (retocada)

martes, 10 de febrero de 2009

El abrazo

Cortar un árbol resultaba demasiado fácil. Tiraban, a través de la maneta, de una cuerda. La sierra se ponía en marcha, y no había espécimen que se resistiera. Un solo hombre era capaz de derribar un gran ejemplar en pocos minutos.

Y si el bosque era lo suficientemente espacioso, como aquellos bosques en los que los árboles no están muy juntos y podía situarse un vehículo entre ellos, entonces todo era mucho más rápido y destructivo. Una máquina moderna era capaz de talar, descortezar y hacer piezas el tronco del más longevo de los robles, despedazando en cuestión de segundos lo que había tardado décadas en elevarse.

Por eso cuando los árboles sintieron, bajo el suelo de tierra blanda, las vibraciones de la gran máquina que se acercaba, se abrazaron todos a través de sus ramas, formando una masa vegetal tan densa e impenetrable, que en aquél bosque jamás pudo volver a entrar nada ni nadie.

martes, 3 de febrero de 2009

El intruso

Podría mirar a otro lado, cerrar los ojos, pensar que no estaba allí. Eso sería muy fácil. Tan fácil como salir como si nada a la calle, dar un paseo, encontrarse de frente con los vecinos, saludar a unos e ignorar a otros, sonreír a los extraños o bajar la mirada ante cualquier otra lasciva que buscara furtivamente su bien marcado busto. Podría haberlo hecho. Pero no lo hizo.

Miró hacia la mesa que tenía casi a un brazo de distancia. Valoró los aparatos, útiles e instrumentos que habían sobre ella: el teléfono, el abrecartas, la agenda telefónica, una lupa, las llaves... Todos y ninguno podrían servirle. Porque esa distancia de un brazo era insalvable. Estaba paralizada.

Notó cómo la sangre le subía a la cabeza, las piernas hormigueaban y con esa sensación perdían fuerza. No podría alcanzar las llaves y echar a correr. Porque no llegaría a la puerta. Él sería más rápido que ella y no la dejaría salir.

Miró el teléfono. Bah, era absurdo pensar en una llamada de socorro, no tendría tiempo a descolgar sin ser atacada. Así que, sin apenas girar más que los ojos, sin que fuera perceptible la rotación del cuello, buscó otra salida. Pero ya era presa del pánico.

De repente tomó la decisión más absurda. Echó a correr, dando vueltas por la habitación, con los brazos en alto y emitiendo unos terribles alaridos. Enloqueció escuchándose a sí misma, fuera de razón y cada vez más excitada en su propia locura.

Pero consiguió su objetivo. El agresor también sintió ese mismo pánico.

El rabo fue lo último en desaparecer. El ratón huyó por el único agujero entre el suelo y la pared.

jueves, 15 de enero de 2009

El Doctor Tarik

Doctor Tarik. Me lo recomendaron como un buen oftalmólogo, y yo llevaba un tiempo teniendo problemas de visión. Así que decidí acudir a su consulta. Una consulta nada especial, el habitual tablero de letras, desde las más grandes a las más pequeñas, que al primer vistazo supe que no podría leer con claridad hasta el final. Esperaba que ese médico obrara el milagro de que, lo que parecían dos líneas formadas por minúsculos insectos, se convirtieran en letras claramente legibles.

-¿Puede leer la tercera línea? -me dijo señalándola con su dedo índice-.
-A, R, B, S, T, Z.
-¿Ve así mejor? -me preguntó después de haberme colocado esa pesada montura metálica que usan los oftalmólogos en sus graduaciones-.
-Peor -comenté mientras entornaba los ojos y adelantaba ligeramente la cabeza tratando de leer con más claridad.
-¿Y ahora? -preguntó de nuevo-.
-Sigo sin conseguir leer las últimas líneas, e incluso ahora veo alguna menos que al principio.

Días más tarde fui a recoger mis gafas a la óptica. Cuando las vi me sorprendieron. Unas enormes gafas con dos cristales a cuyo través el mundo se veía diminuto y mal perfilado. Me las coloqué en la misma óptica. El empleado me preguntó:

-¿Cómo ve?.
-Mal, muy mal.

Extrañado, me hizo sentarme en un cómodo sillón, e iluminó una pantalla donde aparecían letras y números. Yo conseguía leer apenas la primera línea, de enormes caracteres sobredimensionados. Los ojos empezaron a llorarme y me quité aquellas aparatosas gafas. En ese momento miré al tablero del oculista y comencé a ver todas las letras con absoluta claridad:

-X, C, N, L, V. Esa es la sexta línea -comenté-.
-Pero bueno, su vista es extraordinaria -me dijo el asombrado óptico-.

Tras ésto, solo se me ocurrió volver a la clínica del doctor Tarik, indignado, para comentarle lo sucedido. Me pasó de nuevo a la consulta y me hizo leer, esta vez sin ningún tipo de artilugio, en un libro situado a poca distancia.

-Doctor, este libro está en árabe.
-Pero usted es árabe.
-No señor, ¿qué le hace pensar eso?.
-Bueno usted es moreno y... pensé... que era árabe, como la mayoría de mis pacientes -dijo titubeante-.
-Está bien, no necesito seguir escuchando más -contesté malhumorado, mientras que ya tenía un pie fuera de la consulta-.

Su creencia de que yo leía de derecha a izquierda me había costado comprar unas inútiles gafas y asumir una terrible miopía que, en realidad, nunca había padecido más que en la imaginación de aquel perturbado doctor Tarik.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Crisis matrimonial

Le pidió, le suplicó que no fuera. Siempre se lo rogaba cuando ella lo proponía y alguna vez lo había conseguido evitar, pero esta vez estaba claro que no iba a lograr ningún resultado. Su mujer ya tenía la decisión tomada. Vistió a los niños y se marchó.
Él quedó pensativo, tratando de comprender cómo habían llegado a esa situación, tras tantos años de convivencia. Había hecho todo lo posible por amarla y darle todo lo que ella necesitaba para que no llegara este momento. Pero fracasó.
Cinco horas después, tal como imaginaba, ella regresaba cargada con las bolsas de la compra. Una vez más, le había roto el corazón.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Vacíos



Discutieron y regresaba a casa sin dejarse acompañar por él. Era de noche y había bebido mucho, tanto como para descoordinar sus movimientos y sus ideas. De repente, de manera estúpida, al pasar por encima de la playa, subió y echó a correr sobre la balaustrada baja de granito, no más ancha que tres palmos. Abajo, a más de quince metros, una orilla de piedras y cantos de río reflejaba brillos en una noche de poca luna. Tropezó y cayó al vacío. Hacia adentro, por puro azar.

Al día siguiente despertó con un enorme dolor de cabeza. Sentía vértigo, un vértigo que no curó ni el paso del tiempo, ni las visitas al médico. La sensación de que caía hacia afuera, borracha y fuera de control, le iba a durar ya para siempre.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La agenda



Nunca le habían gustado, pero desde que encontró aquél nuevo empleo en una empresa de inversiones, tuvo que trabajar con agenda.

Realmente le resultaba poco agradable pormenorizar el futuro, siempre se había dedicado a empleos autónomos en los que él tomaba las decisiones sobre su tiempo, y sus citas eran solo apuntes anotados en la memoria y rara vez escritos. En todo caso, garabateados en un papel.

La agenda se la proporcionaron en la empresa. Observó el "2008" impreso en la portada. Iba a durar poco, ya era septiembre. Además quedaría un buen montón de páginas vacías hasta su primer apunte. Así que decidió poner una marca de color pegada en el punto de inicio.

Trabajó con ella diariamente. Las citas con los clientes, las reuniones, todo anotado hora por hora. Se convirtió en rutina, y era la primera consulta que hacía cada mañana al iniciar su trabajo, y la última cada noche antes de acostarse.

Seis semanas después de conseguir ese empleo, iba a ocurrir algo que no le dejaría dormir esa noche. Al tratar de planificar el día siguiente, observó que antes de la marca de color el corte de las páginas era irregular, igual que las de un libro usado. Con extrañeza, quiso comprobar de qué se trataba.

Algo aparecía escrito, con su propia letra, en esa parte de la agenda que debía estar en blanco. Comenzó a leer una intrincada trama de contactos, acontecimientos y citas. Todo era tan extraño como para desconcertarle, pero curiosamente lo que leía parecía inspirado en algunos hechos que realmente estaban sucediendo.

Operaciones y reuniones a las que no había dado mayor trascendencia, eran el principio de algo a lo que no daba crédito, y que lo convertían en el centro de una intriga y en el objetivo de una red de blanqueo. Él había hecho algo, sin saberlo, que no estaba en el guión. Y eso habría enfadado enormemente a alguien.

Aún así, lo más inquietante aparecía en las páginas posteriores a la última anotación que él conscientemente hubiera hecho: se narraba el desenlace de los acontecimientos. Palideció desde que comenzó la lectura.

Ya no tendría que ir mañana a trabajar. Estaba muerto.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Avatar



Él había visitado alguna vez mi blog, dejando amables comentarios.

Me pareció un tipo educado, correcto, reflexivo. Un buen tipo. Pero aquel avatar en su perfil no me resultaba agradable.

Un tiempo después, sin haberle yo contestado, dejó un nuevo comentario. Le extrañaba que no hubiera aceptado la invitación de visitar su página y que no contestara a algunas preguntas que me dejó. Le respondí:

-Hola, me gusta tu manera de escribir, compartimos muchas ideas, gustos... Pero -espero que no lo tomes como algo personal- hay algo que me incomoda en tu bitácora: siento cierto rechazo por tu avatar. No entiendo cómo has podido elegir algo así. Es desagradable, es feo, es desafortunado, es...

-Es mi fotografía -respondió al poco tiempo.

domingo, 2 de noviembre de 2008

La noria



La noria comenzó a girar. No era la primera vez que montaba en aquella atracción, pero sin embargo esta vez experimentaba algo diferente desde que inició la marcha. No fue una aceleración suave, sino un fuerte y brusco acelerón, y unas cuantas vueltas en las que aumentó la velocidad de una manera alarmante, como si la maquinaria estuviera fuera de control. Hasta que por fin empezó a disminuir la velocidad de manera, ahora si, más progresiva y pausada.

La cabina en la que viajaba se quedó a tres cuartos de altura. Su compañera de cesta, que se sentaba frente a él, lo miró como quien pide una explicación con los ojos. ¡Como si él tuviera una explicación de lo que estaba pasando!.

-El chico la pondrá de nuevo en marcha -dijo por comentar algo, recordando al individuo joven que se sentaba a los mandos en la caseta.

-Dieciséis, par, rojo, manque -se oyó a través de la megafonía-.

La cesta con el número dieciséis, pintada de color rojo, estaba en lo más alto de la noria. Miraron hacia arriba. La cesta giró y precipitó al vacío a las dos personas que la ocupaban.

Los pasajeros de la noria comenzaron a gritar aterrorizados. Y sin embargo el público que rodeaba la atracción, parecía que disfrutaba del espectáculo. Todos aplaudían y gritaban enaltecidos, como si de un juego diabólico se tratara.

La noria se puso de nuevo en marcha, repetió una rutina parecida y se paró. Esta vez su cesta quedaba en lo más alto.

-Treinta y uno, impar, negro, passe.

Ese era su número.

jueves, 30 de octubre de 2008

Mejor no saberlo



Despertó con una sensación extraña en la boca. Goma: un tubo. Seguro que había puesto un gesto de asco, pero nadie lo miraba para confirmarlo. La enfermera entró. Ya encajaban las piezas: estaba en un hospital. Se sentía aturdido y no recordaba nada, era como si acabase de nacer, no de despertar. Le dijeron que había sufrido un accidente, que probablemente tendría amnesia.

Tardó dos meses en recuperarse, físicamente. Durante ese tiempo su única pregunta a los sanitarios no era si recuperaría su total movilidad. Era si recuperaría la memoria.

—Puede que empiece a recordar cosas pronto. Una vez que eso se produzca, cada vez tendrá más recuerdos —era siempre la respuesta a sus preguntas—.

Pero él no se conformaba. Insistía, quería ser dueño de nuevo de su vida, dueño de sus recuerdos, saber realmente quién era y por qué había ido a parar allí.

Lo que nunca le dijeron es que la amnesia formaba parte de la terapia. Si algún día recuperara la memoria, si por un instante pudiera visualizar lo que en realidad ocurrió antes de su ingreso en el hospital, entonces es cuando las cosas empezarían a ir realmente mal.

martes, 14 de octubre de 2008

Manipulados

Hoy estuve en los estudios desde los que la cadena oficial de televisión Unitele nos ofrece cada día las noticias.
Era una visita guiada y solo podíamos movernos siguiendo al guía. Todos parecían muy preocupados de que no nos saliéramos de la ruta en ningún momento.
En un instante en que nadie parecía mirarme, atravesé una puerta que había llamado mi atención durante todo el tiempo.
Aquél era un lugar lleno de papeles y grabaciones, con poca luz y guardado como un secreto. Era el lugar donde se manipulan las noticias.
Tal como esperaba, pude comprobar que la mayoría de las cosas que nos habían contado en los informativos de los últimos meses, eran absolutamente falsas.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Culpable



Mi madre murió al nacer yo. Eso marcó mi vida para siempre: nací siendo culpable.

Desde muy pequeño siempre tuve que escuchar la misma canción. Ha sido Juan, él lo rompió, él lo ha estropeado, era todo lo que pude oír durante mi vida infantil. Mi padre me odiaba, nunca lo decía pero estoy seguro de ello. Él no se daba cuenta de que yo no había matado a mi madre. Fue un accidente, y seguro que a mi me era tan necesaria como a él. Todos perdimos con aquella muerte.

De adolescente las cosas no fueron mejor. En lo estudios nunca fui bueno, aunque me esforzaba. Pero el hecho de que todos en clase me echaran la culpa de cualquier incidente, ponía a los profesores en mi contra. No valoraban mi trabajo. Me puntuaban en función de las acusaciones de los demás. Que alguien se reía en clase... "ha sido Juan", que alguien lanzaba una tiza a la profesora mientras estaba de vuelta en la pizarra... que alguien emitía un sonoro eructo... todos los dedos apuntaban hacia mi.

Terminé los estudios porque ya tenía edad para dejar el instituto. Pero en realidad no había acabado nada. Todo se conjuró para que fuera de esa manera. Todos se conjuraron para que nunca me graduara. Así que me tocaba trabajar. Pensar que podía ganar algo de dinero e independizarme parecía prometer un gran cambio en mi vida. No fue así.

Mi primer empleo fue como panadero. Me enseñaron a meter el pan en un horno eléctrico y programar el tiempo de cocción. Solo eso tenía que hacer, pero por alguna razón, un día el programador del horno se atascó y el horno siguió encendido. No me di cuenta, el pan se quemó y se produjo un pequeño incendio. Me despidieron.

Después todo iba saliendo igual. Fui mensajero, un tipo se cruzó en mi camino y provocó un accidente, aunque más tade la policía me señalara como culpable y perdiera mi licencia de ciclomotor y mi empleo. Lo intenté de camarero, pero un cliente golpeó con el codo la bandeja que llevaba, derramándola sobre unas señoras muy bien vestidas. También trabajé como mozo de almacén en una farmacia. Desaparecieron algunos medicamentos y todo apuntaba hacia mi...

Tres años después de terminar el instituto, cuando ya nadie me contrataba y mi padre no me quería en su casa, tramé algo que me liberaría de aquél sentido de culpabilidad que tuve desde el mismo instante que vi la luz. Compré un arma, un arma automática capaz de realizar quince disparos en poco menos de veinte segundos. Durante un tiempo estuve internándome en el bosque y ensayando lo que sería mi venganza. Unas sandías robadas en un huerto cercano, hacían de cabezas. Al principio me resultó desagradable, pero pronto descubrí el placer que me daba ver esos guiñapos rojos que explotaban en chorros de líquido.

La única duda que me asaltaba era si volver al restaurante de las señoras bien vestidas, a la tahona incendiada o al instituto. Me decidí por lo último. Ya no estarían los alumnos ni quizá algunos profesores que conocí, pero esa cuestión carecía de importancia.

...........

Me enteré de que había matado a ocho personas y herido a otras diez. La policía me detuvo allí mismo. No fui capaz de huir, me quedé sin apenas esconderme, aterrorizado, en el salón de actos, donde habían caído mis últimas víctimas.

Ahora sé que no hice bien. Lo sabía incluso antes. Pero si siento que me liberé, tomé venganza contra un mundo que me lo había negado todo desde que llegué a él. Y por fin, por una vez en mi vida, durante los 417 días que duró el proceso hasta que el tribunal me declaró culpable, he sido presuntamente inocente.

viernes, 3 de octubre de 2008

La pirámide



Me habían dicho que construyendo una pirámide de medidas geométricamente perfectas, con la base practicable, podría mantener las cuchillas de afeitar siempre bien afiladas, con solo meterlas en su interior.
Probé por pura curiosidad. Y por qué no decirlo, por economía. Mi barba cerrada me obligaba a afeitarme dos veces al día. Poder ahorrar en cuchillas no sería un mal negocio.
Compré cartulina, seguí detalladamente el desarrollo de aquella geometría tomando el libro de matemáticas de mi hijo pequeño. En pocas horas, ahí estaba mi flamante pirámide. La observaba con orgullo, pues todo había encajado a la perfección. Mi mayor preocupación fue que la rematara un pico agudo, y puedo asegurar que el remate que logré era absolutamente punzante.
Me afeité, dos veces, como cada día. Normalmente en dos días debería desechar la cuchilla. Pero ya duraba una semana completa, dos semanas... un mes.
Pronto en mi casa empezaron a sucederse algunos acontecimientos. Mi hijo enfermó. Mi mujer cambió su carácter y nos separamos. Perdí el empleo.
Aquella geometría de cartón no solo había afilado las cuchillas. Había atraído a mi hogar la mítica maldición.

Fiebre



Esos hombres, que yo veía como médicos, habían venido ya en varias ocasiones. Con sus ropas gruesas para protegerse del frío, botas, gorros de piel, y aquellos maletines de los que siempre se acompañaban. De ellos extraían toda clase de instrumental, que conectaban a mi cuerpo. Sondas, termómetros, ... Me llenaban de cables y no apartaban la vista de aquellos monitores.

--La temperatura sigue aumentando --pude oír que decían.

Realmente me notaba enferma. Ya llevaba tiempo sintiendo esos sudores, que caían en sucesiones de gotas rápidas por todo mi ser. A veces sufría escalofríos, y lo peor de todo: esas crepitaciones en mi interior. Algo estaba yendo muy mal.

Los hombres se marcharon, pero acordaron volver pronto. La soledad y extraños pensamientos me acompañaron el resto del día. La noche la pasé mejor, me sentía fresca y parecía que había bajado la fiebre.

Fue a la mañana siguiente cuando se sucedieron los acontecimientos. El sol salió, lucía con más brillo y fuerza que los días anteriores. Mi cuerpo empezó a sudar, esta vez a chorros. Y aquellas crepitaciones, se escucharon como un estruendoso espasmo cuando me precipité al mar, rota en mil pedazos..

Floté convertida en trozos de hielo. El agua me pareció un cálido y mortal abrazo.

jueves, 2 de octubre de 2008

El semáforo


:
El semáforo estaba en ámbar. Tuvo que tomar una decisión en décimas de segundo. Frenó bruscamente. El exceso de freno delantero provocó que la motocicleta derrapara. Las ruedas chillaron y sintió que las miradas de los transeúntes se clavaban en ellos. Pero había acertado en su decisión. El coche también se había detenido.
El semáforo estaba en rojo. Podía observar al conductor del vehículo parado a su lado. Un hombre moreno, con el cabello engominado y amplio bigote. Incluso pareció que sonreía al mirar a través de la ventanilla. Reflejaba seguridad y destellos dorados.
Lo conocía bien, conocía a su familia, a sus hijos, su vivienda y su camino al trabajo. Había estudiado aquella foto y aquellos apuntes durante semanas.
Lo único que le sorprendió era su corpulencia, pero no había duda, era él. Durante unos segundos se miraron fijamente. Lo que en principio fue un encuentro aparentemente fortuito de miradas, en aquél hombre se convirtió en el semblante del pánico. Se había dado cuenta, pero ya era tarde.
El semáforo cambió a verde. Se oyeron dos disparos y huyeron a toda velocidad. El trabajo estaba hecho.

lunes, 29 de septiembre de 2008

VEH, virus letal



Tantas veces se había fantaseado con ideas catastrofistas sobre el final del mundo!.
No fueron necesarias guerras nucleares, ni meteoritos o asteroides, ni violentos volcanes o terremotos. La naturaleza tuvo una forma sutil y sublime de eliminarnos y salvarse antes de que acabáramos con ella.
No fue el VIH como algunos llegaron a pensar cuando apareció en los años 80. Fue el VEH. Virus de la esterilidad humana, treinta años después comenzó el principio del final. Y así ocurrió:

Empezó a llamarles la atención. Las mujeres, cuando hablaban entre ellas, ya habían intuido el problema. "No logro quedarme embarazada", decía angustiada cada mujer deseosa de ser madre a sus amigas. "Igual me está ocurriendo a mi", respondía cada una de las que trataban de tener hijos. Sin embargo, a nadie pasaba entonces por la mente que el problema era global. Hasta que empezó a ser comentario general y pronto se hizo notorio en las estadísticas. Algo estaba ocurriendo, pero no había una investigación médica concluyente que pudiera justificar lo que ya era un hecho.
No tardó mucho en aparecer. Los científicos no podían dar crédito a sus ojos cuando lo vieron bajo el microscopio. Un auténtico devorador de espermatozoides y de óvulos estaba ahí ante ellos, con sus pequeños 50 nanómetros parecía desafiar a todos los que lo observaban, parecía decir "estáis acabados", y su estructura se asemejaba a una microscópica y burlona sonrisa esférica.
La enfermedad era incurable, no dañaba a las personas que la padecían, pero se propagaba de forma exponencial, utilizaba cualquier medio para contagiar: el agua, el aire, los alimentos. La vida se hizo tóxica para la propia vida.
Los bancos de esperma y de óvulos funcionaron durante un tiempo, pero era imposible contrarrestar los efectos del virus. Las madres no podían gestar, ni aún óvulos fertilizados. Las consecuencias no se hicieron esperar más que unos meses.
En las calles dejaron de pasear cochecitos de bebé, dejaron de haber sonrisas y llantos de niños. Y más tarde desaparecieron también los adolescentes y los más jóvenes. La humanidad envejecía y no había relevo posible.
La juventud se convirtió en algo excepcional, y luego... luego fuimos teniendo problemas para recibir atención sanitaria, para alimentarnos, para subsistir. Se dejó de producir, de vender, de comprar, de consumir. Poco a poco se iba dejando de vivir.
Yo fui uno de los últimos miles de niños que pudieron nacer. Escribo esto a mis 110 años, con la seguridad de que somos pocos los que quedamos, no sé cuántos, hace tiempo desaparecieron las noticias y la información, hace tiempo que ha desaparecido casi todo. No creo que alguien lea alguna vez lo que escribo, lo grabaré en soporte digital. Quizá dentro de miles de años, en alguna excavación arqueológica, alguien sepa por qué dejamos de existir.