jueves, 20 de enero de 2011

Madrugadas mínimas (tuits trasnochados)

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Vida conjugada: Tenía presente que los errores del pasado habían hipotecado su futuro. Por imperativo legal, estaba en libertad condicional.

El botánico dejó escrito en su epitafio: "Bonitas flores. Lástima no poder contemplarlas desde aquí abajo".

No existen verdades absolutas. Aunque esta afirmación corre el riesgo de poder ser o no del todo cierta.

—Déme una oportunidad —pidió a la dependienta, durante las rebajas.

Nunca encontré mi camino, hasta que apareciste tú para indicármelo, advirtiéndome que lo tomara y no volviera nunca más.

Gritos ahogados salían del cuadro cada noche. Durante el día ella seguía posando, manteniendo la sonrisa fingida con la que fue retratada.

Si en el Universo no existen otros planetas con vida inteligente, entonces todo es un atrezzo para que no nos sintamos tan solos.

Fue amor a primera vista, tu silueta sobre la cortina.

El hombre lobo y la mujer loba dormían en camas separadas en las noches de luna llena.

No hay veranos en tu corazón de hielo.

Cuando desperté, había dejado atrás mis sueños. Viajaba, en avión.

Su mente tenía brillo, pero le fallaban el color y el contraste.

En nuestra vida todo rodaba bien por entonces. Vivíamos en un remolque.

—No estoy nada de acuerdo con su postura —dije al profesor de yoga cuando éste intentaba que yo pasara mis piernas por detrás del cuello.

Cuando Gulliver pudo darse cuenta de su error, ya era demasiado tarde para apagar la aspiradora.


viernes, 7 de enero de 2011

Desacompasados

Oriental Pages, Page 24 by malikanas

—Ti-ti-ti-tic taac —se escuchó, en el silencio de la noche, en la relojería del señor Matías Uhrmacher.
—¡Retrasado! —gritó, entre enormes carcajadas, el viejo carrillón inglés del siglo XIX, que tenía fama de no haber variado un solo segundo desde el día de su fabricación.
—¡Leeeento! —exclamó, también entre risas, el reloj de pared que había cerca de la entrada de la relojería, y que el señor Uhrmacher guardaba como una de las joyas de su colección privada. Por él había recibido muchas ofertas de otros coleccionistas, pero ahí seguía, en el mismo lugar, desde que el bisabuelo de Matías fundara el negocio familiar.
Y es que Horace Rolex era la oveja negra de la familia. De hecho, sus padres no habían querido saber nada de él desde que salió de la fábrica de Ginebra dos años antes. Horace, más que dar la hora, sólo daba problemas. Siendo una pieza valiosa, por su afamada marca y su chapado en oro de 18 kilates, había tenido varios compradores, que invariablemente lo devolvían a la tienda del señor Uhrmacher en cuanto observaban que, tras dos o tres días de funcionamiento, su retraso horario era más que considerable.
La relojería acababa de cerrar, y Horace pasaba su primera noche en el cajón de los relojes averiados. Le molestaba estar en aquel lugar oscuro y apartado de los demás. Pero, cuando su vista se hubo acostumbrado a la oscuridad, se dio cuenta de que algo iluminaba el cajón. La esfera fosforescente de Eva Longines proporcionaba la suficiente luz como para que Horace pudiera contemplar las curvas del hermoso reloj de pulsera femenino.
—Ti-ti-ti-ti-ti-tic taaa...tac —saludó Horace, algo más nervioso de lo habitual.
—Tic tacatacatac —respondió Eva, en un tono amable que enseguida conquistó el corazón de Horace, que supo ver inmediatamente que ella también era diferente.
Esa noche apenas durmieron. Conversaron en voz baja, para evitar la mofa de aquellos grandes relojes engreídos en su perfección.
Apenas se habían dormido cuando escucharon llegar al señor Uhrmacher, que levantaba la persiana metálica del negocio con gran estruendo. Poco después de haber entrado en la tienda, y tras colocar en sus estanterías algunos relojes que había recibido a última hora de la tarde anterior, ambos sintieron que el relojero abría el cajón y los tomaba entre sus manos. Lo que iba a pasar después fue algo que Horace no iba a olvidar en el resto de su vida. El relojero fue desnudando a Eva, dejando la tapa de su caja de acero por un lado y el resto de su maquinaria por otro. Horace pudo contemplar a su compañera hermosa, con sus bellos engranajes mostrándose en todo su esplendor, el suave brillo de su cristal perfectamente pulido, y las saetas esbeltas y gráciles marcando las dos menos diez, que a él se le antojaron como una sonrisa.
Pero pronto le iba a tocar el turno a Horace, y entonces sintió pudor ante su compañera. Ella volvió a mostrar su mejor cara, con una sonrisa burlona de tres menos cuarto. Pero él, tímido y lleno de vergüenza, solo pudo poner cara de cinco menos veinte.
El relojero, tras comprobar minuciosamente el mecanismo de ambos, pensó en voz alta:
—Chicos, lo que os ocurre no es mecánico. Es psicológico. Creo que esto es trabajo de terapia. Habrá que probar con El Metrónomo.
Y así fue. El señor Uhrmacher desapareció en la trastienda, y al poco rato regresó con un metrónomo que había pertenecido a Johann Strauss, y con el que había medido el compás de alguno de sus valses más reconocidos. Lo programó a sesenta golpes por minuto y lo dejó a solas con Horace y Eva.
—Clap-clap-clap-clap... —insistía marcadamente El Metrónomo, como un profesional que sabe hacer bien su trabajo.
—Ti-ti-ti-tic taa-aac —trató de imitar Horace, sin conseguirlo.
—Tic ta...ta...taaaac —terció Eva, sin lograr llevar el ritmo.
—¡No, chicos! —dijo El Metrónomo, en un tono que pareció malhumorado—. Tenéis que olvidar todo lo que habéis aprendido hasta ahora y concentraros. Clap-clap-clap —repitió machaconamente.
—Tiiic-tac —repitió Horace.
—Tic-tac, tic-tac —pronunció esta vez Eva, arrancando la aprobación de El Metrónomo y la admiración de Horace.
Pasaron varias sesiones hasta que ambos corrigieron su marcada tartamudez. Pero, desde entonces, se ganaron el respeto de los demás relojes de la tienda del señor Uhrmacher.
Tres meses después, un rico banquero ginebrino acudió a la relojería para hacer un regalo de bodas a sus mejores amigos. Desde entonces, Horace Rolex y Eva Longines lucen en las muñecas de una joven pareja de enamorados de Berna. Y, según he podido escuchar, ellos también lo están.